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5 ago 2009

En busca del lenguaje perdido (II)

Tengo la impresión de que -en rigor- para poder escribir una buena ficción no es necesario aprender muchas más palabras de las que habitualmente manejamos en nuestra vida diaria. Obviamente, parece indudable que si tenemos un vocabulario rico y extenso, resultará más fácil abocarnos a la redacción de un texto cualquiera y conferirle todos los matices que lo enriquezcan. Sin lugar a dudas, pero ello por sí sólo no garantiza la calidad de ese texto. Como lectores, muchas veces advertimos en un cuento o en una novela, la impostura del lenguaje empleado por el narrador, cierta rigidez en las frases que no sabemos bien a qué atribuir.

Detrás de esos textos casi siempre acecha un escritor que no reflexiona con sus palabras sino que apela a otras nuevas, recién estrenadas, por así decirlo, y de las que piensa -sin lugar a dudas de forma equivocada- que resultan más atractivas que las otras, las habituales. Decía Ernesto Sábato que la diferencia entre un buen escritor y un mal escritor radica en que el primero dice grandes cosas con pequeñas palabras y el segundo dice pequeñas cosas con grandes palabras. Grandes, pomposas palabras, he ahí uno los peligros que debe sortear el escritor. Las palabras pequeñas, sencillas, normalitas, suelen ofrecernos la ductilidad de su uso común -como unos viejos zapatos cómodos- pero sacan todo su poder cuando se combinan de forma novedosa con otras palabras igual de sencillas. Así, de la combinación de unas cuantas palabras sencillas puede surgir una agudísima descripción. Fíjense en esta descripción de Manuel Vicent y observen que ninguna de las palabras que ha utilizado es extraña, solemne o acartonada. Todas las que maneja son viejas conocidas nuestras, ¿verdad? palabras oídas, leídas y utilizadas por nosotros una y otra vez.

Naturalmente, el uso reflexivo de las mismas es la que obra el milagro, el cuidado, la audacia y la novedad de su combinación nos sugiere la idea de un trabajo reflexivo. Pero para ello debemos intentar que los campos semánticos que manejamos no sean excesivamente rigurosos, al menos en este caso. En otros casos -como ya veremos más adelante- puede resultar una virtud. Pero pro ahora más bien tenemos que abrir el redil de nuestras palabras para poder combinarlas de manera sugerente y aguda, evitando pensar en ellas como unidades cuyo roce resulta restringido por asociaciones inmediatas de ideas. ¿Por qué una sonrisa tiene que ser siempre cálida? ¿Por qué la noche es siempre (y sólo) oscura y el silencio sepulcral? Es necesario pues combinar nuestras viejas palabras de forma novedosa e inesperada.

La propuesta de la semana:

Cuando decimos que tenemos que liberar nuestros campos semánticos, esto es (grosso modo) un conjunto de palabras o elementos significantes con significados relacionados, decimos también que vamos a liberar todo nuestro sistema de escribir: no vamos a buscar más palabras, sino que usaremos de forma novedosa las que ya conocemos. De manera que en esta ocasión haremos un listado de palabras relacionadas con la iglesia como por ejemplo: sacerdote, piedad, monacal, monaguillo, pecado, querubín, angélico, litúrgico, pastoral, obispo, pío y en fin, todas las que puedan añadir a estas. Y cuando tengamos una buena cantidad de ellas vamos a utilizarlas en elaborar un cuento. Pero un cuento que ocurra... en una discoteca. Nada de meter a los curas y a las monjitas en la discoteca, no. Nada de llamar a la discoteca El convento, no. Lo que queremos es que estas palabras tan alejadas de nuestro uso cotidiano encuentren otro uso completamente distinto al habitual al sacarlas de su ambiente. Por ejemplo: «Aquel camarero de ademanes sacerdotales» o «entraba una suave luz como de sacristía...» o «su baile era una liturgia apocalíptica...» La idea, insistimos en ello, es que esas palabras sean rescatadas de su uso inmediato, rutinario y convencional. Esperamos devotamente vuestras homilías...

Por: Jorge Eduardo Benavides

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